En clase hay una compañera que suele sentarse delante mío y a quien se le suele caer el iPad. Ya sea porque la funda es pésima o porque no tiene piedad a la hora de presionar la pantalla, dos días por semana escucho un fuerte ruido y, al desviar la mirada, contemplo el mismo escenario: el iPad tirado sobre la mesa y ella avergonzada recogiendo los destrozos.
Hoy, sin embargo, ha sido un gran día para aquella chica. Ha hallado la solución: dos pedazos de celo por esquina. Ni una sola vez el iPad se le ha caído. Ha necesitado unas semanas, y un enorme sacrificio estético, pero se las ha arreglado eficazmente.
Yo, a veces, soy ese iPad: cuando llevo tiempo lidiando con un tema y, de repente, todo termina. Cuando se te pasa la fecha de vencimiento para inscribirte a un torneo de fútbol, por ejemplo; o cuando la chica que te gusta te dice que aquella semana la tiene muy ocupada. No tienes el final que esperabas. Ves las imperfecciones y sientes culpa; pero ese mal sabor de boca se acalla con el peso del cansancio y, seguidamente, con el saber que ya no puedes hacer nada.
A partir de ese momento no cabe otra que poner dos trozos de celo y seguir con la vida... ¿verdad?